Mis manos envuelven mi rostro. Me siento cansada.
Hacía tiempo que no me sentía tan turbada.
La corona que se yergue sobre mi cabeza me otorga un poder majestuoso. Pero conlleva una gran responsabilidad.
Una sabiduría minuciosa. Un carácter dominante.
Deseo que vuelva el emperador, si al menos él estuviera aquí no recaería todo el peso sobre mis hombros. Pero aún tardará en volver. Y
los rebeldes no esperarán a que vuelva para seguir alzándose.
Debo encarcelar mi corazón en un bloque de hielo si quiero mantener el orden y el equilibrio.
Mis palabras deben de ser precisas. No puedo cegarme por el cariño. Ni siquiera por el
amor.
Mas, creo que nada de lo que haga será suficiente. No puede ser casualidad que el resplandor inconfundible haya cruzado el cielo al
mismo tiempo que los malditos revolucionarios se hayan negado a cumplir con la ley.
A alzarse contra la lealtad a sus emperadores.
Y tampoco puede ser casualidad que nuestros peores enemigos, a los que creía en el infierno, hayan resurgido de las
cenizas.
Debo ser fuerte. Apoyarme en los miles de consejos de mi leal amigo y maestro, el sabio Elassy.
No daré mi mano a torcer.
Seré tan rauda como un guepardo. Perspicaz cual águila.
Mi alma, más vigorosa que un Kraken.
Nada me hará temblar. Ni siquiera este objeto punzante que ha llegado a mí poder. Una mística daga. Su hoja es más fina que los mechones
de mi cabello, pero afilada como los colmillos de un dragón. Sé a quién pertenece. A una tribu extinta, o eso debería estarlo.
A una tribu exiliada para toda la eternidad.
No tengo miedo. Nadie podrá contra el Imperio. Ni la nueva Era ni la oscuridad de las mismas estrellas.
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